domingo, 29 de junio de 2014

Nomeolvides - Sienna Anderson

Capítulo 1
Septiembre de 1996.
—¡Mama, mama! —los gritos de Thomas Paddington retumbaron en el lago Big Bear esa mañana de principios de otoño.
Thomas, un niño de diez años, extremadamente delgado y demasiado alto para los años que tenía, corría a toda prisa en medio del bosque, mientras dejaba escapar su aliento en cada zancada. La pequeña cabaña
que su familia había alquilado para pasar el fin de semana, con la intención de pescar y cazar liebres o algún que otro venado, parecía no aparecer nunca ante sus ojos. Cuando por fin la divisó, tampoco aminoró
la marcha.
Penny, su hermana mayor, le salió al encuentro.
—¡Por Dios, Tommy! ¡Vas a alarmar a todo el mundo! —le gritó y frunció el ceño.
Antes de subir los escalones de madera, Tommy se detuvo en seco para poder recuperar el aire.
—¿Dónde está mamá? —Tommy hizo caso omiso a las quejas de su hermana y se escabulló en la cabaña antes de que ella lograra sujetarlo por el brazo. Corrió hacia la cocina y se abalanzó sobre el regazo de su
madre.
—¡Tommy, cariño! ¿Qué sucede? ¡Tu padre y yo pensábamos que estabas peleando con tu hermana!
Christine Paddington acomodó los mechones rojizos de su hijo más pequeño detrás de sus orejas, y le apoyó una mano en el pecho.
—¡Tú corazón está realmente acelerado! —dijo, y comenzó a preocuparse, sin duda, no se trataba de ninguna de las rabietas que él y Penny estaban acostumbrados a tener.
—¿Qué sucede, Tommy? —preguntó su padre mientras probaba un pedazo de pastel—. Creía que ibas a poner algunos señuelos esta mañana, estoy ansioso por ir a cazar.
Tommy respiró hondo y lanzó sendas miradas a sus padres.
—¡Mamá, papá! —Estiró el brazo y señaló hacia fuera—. ¡Hay una joven allí, creo que está muerta!
Burt Paddington se levantó de un salto, y la silla terminó estrellándose contra el suelo.
—Tommy, ¿qué dices?
—¡La he visto, papá! —aseguró y abrió sus ojos azules como platos.
Christine lo sujetó de los hombros y lo obligó a mirarla.
—¿Dónde?
—En el bosque, junto al tronco caído —explicó.
Christine y su esposo se miraron un instante, ambos eran conscientes de que Tommy tenía una imaginación bastante activa, pero también sabían que su hijo jamás inventaría semejante historia, solo con la
intención de jugar con ellos.
—Será mejor que vayamos a echar un vistazo. —Burt se puso su viejo sombrero de fieltro y, tras de pedirle a su esposa que se quedase con Penny en la cabaña, tomo la escopeta que colgaba de la pared y salió en
compañía de su hijo. Padre e hijo caminaban rápido por el sendero donde, segundos antes, Tommy había aparecido corriendo desesperado. Iban impulsados, sobre todo, por la ansiedad de descubrir lo que les estaría esperando en medio de aquel bosque.
—Ya falta poco —murmuró Burt y se abrió camino a través de unos
matorrales—. ¿Estás seguro de que era por aquí?
—Sí, papá. —Tommy se puso la mano sobre la frente porque los rayos de sol le estaban dificultando la visión—. Estaba allí, junto al árbol caído.
Cuando por fin el árbol al que Tommy se refería apareció ante sus ojos, Burt Paddington se sintió embargado por una sensación inquietante.
¿Y si la muchacha que Tommy había visto estaba muerta? No quería ni siquiera pensar en esa posibilidad. Lanzo un vistazo a su hijo y, con ambas manos, apretó la escopeta contra su pecho. Se cercioró de que estuviera cargada y lista para ser usada, en caso de ser necesitarlo. Cualquier cosa podía suceder en un lugar apartado como aquel. No habían visto a ningún excursionista ni a ningún cazador desde la tarde anterior, y no estaba dispuesto a arriesgar la vida de su familia ni la suya.
—Tú, quédate aquí.
Tommy asintió sin siquiera protestar mientras observaba aterrado como su padre se acercaba al lugar donde, minutos antes, había visto a la muchacha.
Burt rodeo algunos pinos, creyó paralizarse de miedo cuando una bandada de petirrojos salió de entre los árboles y pasó volando casi al ras de su cabeza.
—¡Demonios! —Se acomodo su sombrero y siguió caminando.Entonces la vio. Estaba tendida sobre un colchón de hojas y ramas. No se movía, estaba quieta, demasiado quieta. Paso por encima del tronco
caído y se acerco a ella. No estaba simplemente dormida, de lo contrario, se habría despertado al oírlo llegar. Parecía tener algo más de veinte años. Llevaba un fino vestido de algodón, y su cabello castaño era una mata enredada en una trenza a un costado de la cabeza. Sus brazos estaban extendidos al costado del cuerpo, y tenía evidentes marcas de ataduras alrededor de las muñecas. Estaba descalza, y sus pies lastimados y sucios aun sangraban. ¡Por Dios! ¿Qué le había sucedido a aquella muchacha?
Se arrodillo a su lado y tomo su mano, estaba fría, húmeda, pero aun podía sentir su pulso, aunque débil.
—¿Está muerta, papa?
Tommy le hablaba a su padre, pero sus ojos azules estaban clavados en la muchacha que parecía estar allí desde hacía días.
—No, Tommy, no lo está. —Puso una mano en la frente sucia de la joven, estaba casi tan fría como la piel de sus manos—. Debemos ocuparnos de ella antes de que sea demasiado tarde.
Tommy asintió sin pronunciar palabra, mientras su padre se colgaba la escopeta sobre su espalda y cargaba a la muchacha en sus brazos.
—Tú adelántate y dile a mama que prepare la camioneta, debemos llevarla hasta el hospital de Loma Linda de inmediato.
Tommy no respondió, solo dio media vuelta y empezó a desandar el sendero hacia la cabaña. De vez en cuando, se daba la vuelta y observaba cómo su padre intentaba apresurar el paso con la muchacha colgando de sus brazos.
—Resiste, jovencita —le pidió a viva voz—. No voy a permitir que mueras ahora que te hemos encontrado.
Toda la familia Paddington decidió acompañar a Burt hasta el hospital de Loma Linda. Christine y Penny se habían ubicado en el asiento trasero del Land Rover, junto a la muchacha que, todavía, seguía sin reaccionar.
Tommy, que iba sentado junto a su padre, no dejaba de contemplarla. Temía que, en cualquier momento, su respiración pausada se detuviera definitivamente, sin duda, aquel era un temor que compartían todos en la
camioneta. El miedo latente de que, en cualquier momento, la joven desconocida muriese en los brazos de Christine. Burt hacía lo imposible para que los sesenta kilómetros que separaban la pequeña ciudad de
Loma Linda del lago Big Bear se acortaran rápidamente, pero el tráfico, un tanto pesado esa mañana, no ayudaba demasiado.
—¿Aún respira?
Christine le respondió que sí a su esposo, por enésima vez.
Cuando tomaron Barton Road y el edificio apareció ante ellos, Burt recorrió el trayecto que quedaba sin importarle recibir una multa por exceso de velocidad. Consiguió estacionar en un puesto libre en la parte
frontal del hospital, y, sin perder tiempo, volvió a cargar a la muchacha en brazos y enfilo hacia el interior, seguido por su esposa y sus dos hijos.
—¡Necesitamos un medico con urgencia! ¡Esta muchacha se está muriendo! —grito e irrumpió en la sala de emergencias.
Dos enfermeras se acercaron a él y lo guiaron hasta un pequeño cuarto rodeado de cortinas blancas.
—Por favor, señor, recuéstela sobre la camilla y retírese —le pidió una de las enfermeras.
Burt la coloco con sumo cuidado sobre la camilla fría y, antes de dejarla allí, le apretó la mano.
—Señor, debe retirarse.
—Sí, sí. —Retrocedió unos pasos y, a través de las cortinas entreabiertas, pudo observar a los médicos abalanzarse sobre ella con agujas y unos estetoscopios que colgaban de sus cuellos. Con una
pequeña linterna esculcaban las pupilas de sus ojos. Escuchó palabras que no alcanzó a comprender, mientras una de las enfermeras le ponía una máscara de oxigeno que le cubría casi todo el rostro. Otra enfermera se acerco nuevamente a él para ordenarle que se marchase de allí. Echó una última mirada a aquella joven que parecía estar librando una batalla, en clara desventaja, contra la misma muerte. Salió y se reunió con su familia para hacer lo único que estaba a su alcance, orar y esperar que todo
saliera bien.
—¿Señor Paddington? —Un sujeto desgarbado y de cabello rojo se detuvo frente a él.
—El mismo —respondió Burt y se levantó de su asiento.
—Soy el comisario Trevor Cassidy. Tengo entendido que usted y su hijo han encontrado a una jovencita moribunda en los bosques que rodean el lago Big Bear. —Extendió la mano.
Burt se seco el sudor acumulado en la palma de su mano debido a los nervios y a la angustia de la espera, y respondió a su saludo.
—Así es, esta mañana, mi hijo Tommy —señaló al pequeño, que dormía sobre el regazo de su madre cerca de ellos— había salido a poner algunas trampas, y ha sido entonces cuando la ha encontrado. Ha corrido
a alertarnos y me ha llevado hasta el lugar donde la había visto. Estaba muy mal cuando la he encontrado. Sin perder tiempo, la hemos traído hasta Loma Linda y estamos aquí esperando que nos den alguna novedad —explicó.
—Está bien. —Le sonrió afable.
Burt Paddington se dejó caer en su asiento, pero se puso de pie al instante.
Un medico atravesaba el pasillo y caminaba raudamente hacia ellos.
Burt lo reconoció como uno de los que había atendido a la joven en la sala de emergencias.
—¿Los señores son familiares de la señorita que ha ingresado esta mañana?
—No, doctor —respondió Burt—. Nosotros la hemos traído, pero ni siquiera sabemos quién es.
—Doctor, soy el comisario Cassidy —intervino el policía—. Alguien de su hospital nos ha llamado.
—Sí, es evidente que la joven ha sufrido alguna especie de tortura. Tiene varias laceraciones en las muñecas, presenta también un deterioro general, además de desnutrición y deshidratación aguda —indicó con
seriedad—. Esta joven ha recorrido un largo trayecto antes de ser encontrada, sus pies están muy lastimados.
—¿Se va a poner bien? —Burt hablaba por él y por el resto de su familia que se había unido a la conversación para ponerse al tanto de las novedades.
—Deberá permanecer un tiempo internada, pero el pronóstico es bastante alentador. —Palmeo el hombro de Burt—. Si no la hubiesen encontrado, no habría resistido otro día más en aquel bosque.
Burt Paddington no era un hombre que se emocionara con facilidad, pero aquellas palabras le provocaron un nudo en la garganta. Asintió y se quedo en silencio mientras apretaba la mano de su esposa.
—¿Podría hablar con la muchacha? —pregunto el comisario Cassidy.
—Me temo que eso deberá esperar. No ha recuperado el conocimiento todavía y, con los sedantes que le hemos dado, no lo hará hasta mañana.
—Está bien, doctor. Gracias.
—De nada, lo veré mañana.
Trevor Cassidy observó una vez más a Burt Paddington.
—¿Ha verificado si llevaba alguna identificación, algo que nos indique quién es?
Burt negó con la cabeza.
—Nada, llevaba solamente un vestido sin bolsillos, y no he encontrado un bolso o algo que se le parezca junto a ella. —Hizo una pausa—. Pareciera que tan solo hubiese surgido de la nada.
—No, amigo. Vino de alguna parte y, de acuerdo con lo que ha dicho el doctor, desde muy lejos. Es muy probable que alguien la esté buscando.
—Seguramente —repitió Burt.
—Pobre muchacha —dijo Christine y abrazó a Tommy contra su pecho.
—Les agradecería que pasaran por la comisaría para declarar. Abriremos una investigación, y será necesario contar con su testimonio y el de su hijo. —Miró a Tommy, quien todavía parecía estar conmocionado por lo sucedido.
—¿Es necesario que Tommy declare? —Christine no quería que su hijo tuviera que pasar por aquello.
—Me temo que sí. —Alargó la mano y le tocó la frente al niño—. Apuesto a que Tommy estará encantado de visitar la comisaría.
Los ojos azules y enormes de Tommy Paddington lo miraron fijamente.
—¿Hay más policías y armas allí?
Cassidy soltó una carcajada.
—Sí, pequeño, sí. Yo mismo me encargaré de que conozcas cada rincón de la comisaría —le prometió.
—¡Viva! —gritó y soltó a su madre. Era increíble cómo los niños podían, de un momento a otro, cambiar su estado de ánimo; pasar de la tristeza a la euforia en solo un instante. Segundos antes, estaba abrumado
por el hallazgo de la joven moribunda y, después, parecía estar contento con la idea que le proponía el comisario Cassidy.
—Los veré allí más tarde, entonces. —Saludó a la familia Paddington y se marchó. Debía ponerse a trabajar en aquel caso de inmediato, alguien en alguna parte, seguramente, estaba sufriendo por la ausencia de
aquella jovencita.
Ben Lawson se aflojó el cuello de la corbata y lanzó un suspiro de alivio.
Una llamada, una simple llamada telefónica había bastado para poner fin a tres meses de angustia y terror. La había estado esperando durante tanto tiempo que ya creía imposible que, a esas alturas, alguien pudiera
devolverle la paz con tan solo un par de palabras. Esa paz que le había sido robada impunemente meses atrás.«La han encontrado.» Dos palabras que repicaban en su cabeza sin cesar mientras caminaba por los pasillos de la comisaria de Loma Linda. El clima era agobiante, y una multitud de gente parecía atiborrar cada rincón de la pequeña comisaria. Deseaba llegar a la oficina de Cassidy y ponerse al tanto de las novedades. Había llegado desde Fresno y esperaba marcharse de allí con las respuestas que había estado buscando.
Sonrió cuando, por fin, una mujer de unos cincuenta años, pequeña y
regordeta, se acerco a él.
—Disculpe, ¿podría decirme dónde puedo encontrar al comisario Cassidy?
—¿Es usted el teniente Ben Lawson, verdad? —pregunto mientras estudiaba su apariencia.
Ben Lawson frunció el ceño.
—Sí. ¿Cómo se ha dado cuenta?
La mujer se acomodo las gafas que insistían en bajar por el puente de su nariz.
—Podría decirle que, después de trabajar aquí durante tantos años, he sido bendecida con la capacidad de reconocer de inmediato a un policía cuando lo veo, pero la respuesta es más simple. Trevor me dijo que
usted vendría, y a leguas se nota que usted no es de aquí —respondió y se encogió de hombros.
—Entiendo. —Le sonrió y, a pesar de lo que le había dicho, el presintió que lo de su capacidad era más real de lo que ella creía.
—Venga conmigo.
La siguió a través del pasillo y, cuando se detuvieron ante una puerta de vidrio con las persianas cerradas, la mujer se dio media vuelta y lo miró.
—Él lo está esperando —le indicó y se alejó por donde había venido.
—Gracias… —Habría querido preguntarle su nombre, pero ella ya había desaparecido de su vista.
—Adelante. —La voz de Trevor Cassidy denotaba preocupación.
—Comisario, soy el teniente Ben Lawson de la División de Personas Desaparecidas de la Policía de Fresno—se presentó.
Cassidy extendió la mano y lo invitó a sentarse.
—Me alegra que haya podido venir, Teniente. —Apagó su cigarrillo en el cenicero—. ¿Fuma?
—No, lo dejé hace algunos años.
—Muy bien por usted.
Ben Lawson estaba impaciente; deseaba escuchar lo que aquel hombre tenía que decirle.
—Cuando buscamos en la base de datos de personas desaparecidas en California en los últimos meses y dimos con su caso, no creímos obtener resultados tan pronto —explicó mientras se apoyaba contra el
respaldo de la silla.
—¿Están seguros de que se trata de la misma persona? —No quería pensar que su viaje hasta allí había sido en vano.
—Por completo; hemos visto las fotografías y, aunque la muchacha está bastante desmejorada, sin duda es la misma.
Ben Lawson respiró hondo. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro; después de tanto tiempo había comenzado a reír nuevamente.
—Quisiera verla.
—Podemos ir ahora mismo, si quiere. Acabo de llamar al hospital, y el doctor me ha informado de que ya ha despertado.
Ambos se pusieron de pie y abandonaron la oficina con rumbo al hospital. Ben Lawson sintió, entonces, que una luz blanca, radiante y poderosa se abría ante él después de haber estado caminando a través de
un túnel oscuro y desolador.
No era la primera vez que despertaba, pero, aún así, aquel cuarto impecablemente limpio y pintado de blanco le seguía pareciendo un lugar extraño. Todo le parecía raro; desde las enfermeras que se acercaban
para cambiarle el suero o para constatar su estado, hasta los médicos que pasaban a verla y preferían guardar silencio cada vez que ella los acosaba a preguntas. Nadie quería explicarle lo que estaba haciendo en aquel lugar. Nadie le contaba por qué había ido a parar a aquel hospital. Intentó encontrar las respuestas a esas mismas preguntas dentro de su cabeza, pero fue inútil.Se movió en la cama y, entonces, vio la marca en sus muñecas. Pasó la yema de los dedos por la línea roja que apenas comenzaba a cicatrizar. Movió las piernas y la invadió una punzada de dolor; tuvo la sensación de que mil agujas se clavaban en la planta de sus pies. Tironeó de las sábanas y se cubrió la boca con la mano para no gritar. El dolor era apenas soportable y, no era para menos, tenía los pies terriblemente hinchados, y se podía ver un hilo de sangre seca sobre las vendas.Volvió a cubrirse y apoyó de nuevo la cabeza en la almohada. ¿Qué había sucedido con ella? ¿Por qué no lograba recordar cómo había terminado lastimada de aquella manera?
Una enfermera entró a su habitación. Le sonrió y levantó las sábanas.
—¿Te duele? —preguntó.
—Sí, bastante.
—Bien, te traeré un calmante y enviaré a alguien para que te cambie
el vendaje —le respondió mientras revisaba sus pies.
—¿Podría decirme qué fue lo que me sucedió?
—Lo siento, señorita Carmichael; el doctor Wilard no nos autoriza a
darle ese tipo de información.
Iba a protestar, pero sabía que sería en vano; la enfermera no le diría nada. Al menos, en aquel lugar sabían quién era ella. Tuvo la extraña sensación de que había escuchado su propio apellido después de no
haberlo oído durante mucho tiempo.
—Iré a por el calmante. —Volvió a cubrirla con la sábana—. Regreso enseguida.
—Gracias. —Se quedó mirándola hasta que abandonó la habitación y, al hacerlo, dejó la puerta abierta. Si no le hubiesen dolido tanto los pies, se habría levantado de esa cama y habría buscado algún teléfono para
poder llamar a su hermano. Seguramente, Jason estaría preocupado por ella; había prometido llegar temprano a casa y, en ese momento, sin saber cómo y por qué se encontraba malherida en aquel hospital. Oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo; de seguro la enfermera regresaba
con el calmante. Un hombre alto, con el cabello entrecano y bigotes entró en su habitación.
—¿Quién es usted? —Era la primera vez que veía a aquel hombre.
—Señorita Carmichael, soy el teniente Lawson y he venido desde Fresno para hablar con usted —le informó mientras se acercaba a la cama.
Ella arqueó las cejas.
—¿De Fresno?
Ben Lawson asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Pero… no entiendo. —Quiso echar un vistazo a través de la ventana, aunque desde su cama no alcanzaba a ver nada—. ¿Acaso no estamos en Fresno?
—No, estamos en Loma Linda, a unas seis horas de Fresno.
—¡Pero eso no es posible! —Estaba aturdida, sin entender lo que estaba sucediendo—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Anoche, después de dejar la universidad, fui hasta la biblioteca; Jason me llamó para decirme
que una pizza de pepperoni estaba esperándome en casa.
—¿Eso es lo último que recuerda? —Las ilusiones de encontrar, por fin, respuestas se desvanecieron en un segundo.
—Sí. —Se tomó la cabeza con ambas manos—. Salí de la biblioteca y perdí el autobús, luego… —Se detuvo de repente.
—¿Qué sucedió luego?
Quiso recordar lo que se suponía que había sucedido después de perder el autobús, pero no pudo. Pese a hacer un esfuerzo por traer los recuerdos a su mente solo había un enorme hueco en su memoria.
—¡No puedo recordarlo! —Sacudió la cabeza de un lado a otro y se detuvo cuando una terrible jaqueca comenzó a martillarle el cerebro.
Ben Lawson se sentó junto a ella y la tomó de las manos.
—Cálmese, ya recordará todo lo sucedido.
Le temblaban las manos, se sentía completamente perdida, y aquel extraño pretendía consolarla por algo que ni siquiera ella sabía de qué se trataba.
—¿Qué es lo que usted sabe? ¿Por qué un policía viene hasta aquí para hablar conmigo?
La contempló y, más que nunca, sintió pena por ella.
—Tal vez deberíamos esperar.
—No. —Sus ojos castaños estaban suplicando una respuesta suya—. Dígame lo que ha pasado.
Sus manos delgadas y temblorosas seguían entre las suyas, las apretó con más fuerza, necesitaba de él en aquel momento.
—Señorita Carmichael… —Hizo una larga pausa antes de continuar—. Usted desapareció una noche, hace tres meses, cuando salía de la biblioteca de la universidad. Nadie ha sabido nada de usted durante todo
ese tiempo, hasta el día de ayer cuando apareció cerca del lago Big Bear y fue traída hasta este hospital.

Su cuerpo cayó pesadamente sobre la hierba todavía húmeda. Sus rodillas se enterraron en el lodo, pero no le importó. Golpeó el suelo, una y otra vez, con los puños cerrados hasta que los nudillos de sus dedos se
enrojecieron. Ningún dolor se comparaba al dolor de haberla perdido, no había nada en el mundo que calmara la angustia que le provocaba su partida.La había cuidado durante casi tres meses, se había desvivido por atenderla, por pasar el mayor tiempo posible a su lado. Había abandonado
todo y a todos con tal de dedicarse a ella en cuerpo y alma.¿Y cómo le había pagado ella? Huyendo, huyendo de él como si fuera un animal rabioso, alguien a quien ni siquiera se le podía tener lástima
sino repulsión.Había salido a buscarla, había seguido su rastro de la misma manera
que un cazador sanguinario persigue la pista de su presa más preciada.
Sin embargo, había llegado demasiado tarde. Un hombre y un niño la habían encontrado antes que él y se la estaban llevando, la estaban apartando de su lado para siempre. No pudo hacer nada, solo se había
quedado allí, escondido entre la maleza, observando cómo aquellos extraños se la arrancaban de su vida.
Se arrojó al suelo y, cuando el barro frío le toco la cara, cerró los ojos. Sólo la veía a ella. Cada rincón de su mente estaba impregnado con su imagen su rostro aniñado, su cabello castaño trenzado que le caía sobre
los hombros. Extendió la mano, en un intento por llegar hasta ella, pero, cuando abrió los ojos y descubrió que estaba solo en medio de aquel bosque, creyó morir.
Estaba anocheciendo, pero, para un hombre como él, la oscuridad era la compañía perfecta, su cómplice más fiel. Se puso de pie, sus brazos rígidos colgaban a ambos lados de su cuerpo. Comenzó a caminar
mientras se abría paso entre los matorrales, pausadamente, tomándose todo el tiempo del mundo. Después de todo, no tenía prisa por regresar, ella ya no estaba esperándolo. Levantó la vista al cielo, la luz de la luna
iluminó su rostro, una sonrisa sádica se dibujo en él.No importaba el tiempo que le llevara, podría esperar toda la eternidad si fuera necesario, pero la encontraría, y nuevamente estarían
juntos, esa vez para siempre...